22 abril 2007

Los guanches nunca fuimos ángeles




Los guanches eran los aborígenes de las Islas Canarias antes de la llegada de los españoles. Nos conquistaron, o nos rendimos o nos civilizaron. Da igual: los guanches nunca fuimos ángeles. Nuestra vestimenta era tosca, apenas unos harapos de cabra peluda y una enorme lanza para saltar barrancos. Eso era todo.

La mayoría de los que estamos aquí ahora puede que no tengamos demasiados genes guanches. En lo que a mí se refiere, sospecho que tengo más sangre gallega que de aborigen canario: una es porque mi madre se apellida Castro, y otra es porque me gustan más las camisas de Pedro del Hierro que las hediondas pieles de cabra. Así que no voy a hablar más en primera persona.

Los guanches eran seres bárbaros. Si les nacían bebés y andaban escasos de comida los mataban: vamos, que no se molestaban en ir a la farmacia a por leche. Bueno, algunos pájaros hacen lo mismo si no tienen suficientes gusanos o lagartijas para repartir entre la prole. Comportamiento natural lo es.

Otra costumbre pintoresca es que a las mujeres, un mes antes de la boda, las encerraban en una cueva y las sobrealimentaban con gofio y leche para que estuvieran hermosotas la noche de nupcias: se nota que les gustaba tener dónde agarrarse (Kate Moss no se hubiera comido un rosco con esta gente, está claro). Hoy en día, en Canarias la costumbre es muy distinta: a las chicas hay alejarlas durante un mes de la nevera para que al menos les entre el vestido de novia.

Creo que no sabían escribir. Y como artistas hicieron sus pinitos. Tenemos dibujos sobre piedra, algunos meritorios. Lo que más abunda es ese simbolito de la espiral. Al parecer, lo estampaban por todas partes. No se sabe muy bien qué significa esa espiral (Figura A de la foto): dicen que puede representar el infinito. Y lo que sí está claro es que es un elemento que está presente en todas las civilizaciones antiguas de todo el planeta. Es la forma del caracol, del remolino de agua, de las galaxias… Aunque a mí me parecen asuntos triviales para obsesionarse con ellos. ¿Qué les importaba a esos pobres monos vestidos con pieles de cabra el concepto de infinito? ¿Y el caracol?

Pensando en el asunto, hace un par de meses se me ocurrió una teoría que explicaría esta obsesión por la espiral. La bombilla se me encendió al recordar un suceso de mi infancia. Cuando empecé la escuela, tenía un compañero de pupitre que estaba muy salido. Éramos niños de siete u ocho años, pero allí no se hablaba de otra cosa que de sexo. Un día me contó que había soñado con Teresita y al despertarse se había encontrado un agujero en la sábana (mentiroso también era, ojo). Bien, pues este niño dibujaba en todas partes el símbolo del sexo femenino (Figura B de la foto): en la tabla del pupitre, en los libros, en los cuadernos, en la goma, en el anverso de la mano. Dibujaba el sexo y le clavaba luego la punta del lápiz en la rajita. En una ocasión mi madre me encontró en mi cuaderno una de esos “logotipos” y me echó un tremendo rapapolvo: que si me gustaba la concha, eh, te gusta la conchita, ¿verdad? Y yo: no, no, mamá, si no es una concha, es una vaquita de San Antonio… Pero no coló. Y yo, inocente de mí, me quedé tan traumatizado que…

Entonces pensé: ¿Y si la espiral de los guanches tuviera relación con el sexo?

Hoy en día asociamos con naturalidad los conceptos de matrimonio, amor y sexo. Sin embargo los griegos no mezclaban. Es decir, ellos lo que mezclaban era el vino con agua, pero no el matrimonio con los otros dos asuntos. Para los griegos el matrimonio era poco menos que un negocio. La palabra “matrimonio”, de hecho, viene de “patrimonio”. Se unían un hombre y una mujer para poner en común sus propiedades y adquirir así mayor fortuna (*). Con la esposa cohabitan para tener descendencia, pero no buscaban en ella ni placer sexual ni amor. Para el placer sexual acudían a las prostitutas (que para eso eran expertas), mientras que el amor romántico lo reservaban a los efebos, es decir, “jovencitos”. De ahí que a lo de dar por el culo lo denominemos “amor griego”. Los griegos eran una cultura muy avanzada, de modo que esto no era considerado vicio ni degradación, sino un comportamiento absolutamente arraigado y aceptado. Para los varones griegos antiguos, la obsesión no era la vulva que mi amigo de la escuela dibujaba en los cuadernos, sino el agujero redondo: el culo peludo de otro varón.

Y aquí está mi teoría: la espiral esa lo que me parece es el símbolo de un esfínter anal. Y si los guanches esculpían en las cuevas y las rocas de lugares apartados esas espirales, era como medio para señalizar los lugares de encuentro. Es decir, si uno se tropezaba con esas marcas, ya se podía esperar allí un ratito, que pronto aparecería otro guanche dispuesto a levantarse su hedionda piel de cabra y ponernos su culo en pompa.

Jah. A los guanches les iba el rollo griego. Seguro. No andaban preocupados por el infinito, qué chorrada. Les preocupaba el culo. Era eso.


(*) Por supuesto hoy en día no podríamos aplicar el modelo griego. Casarse con una mujer no es un medio para adquirir mayor fortuna, sino para perder la que tienes.

17 abril 2007

La mierda sabe a pasta gansa


Estar estreñido es un suplicio, tan sólo superado por la tortura de tener el desagüe del fregadero atascado. De esto he sufrido mucho estos días. Llegué a rechazar el comer, para no tener que lavar los platos: tan deprimente se me hacía el charco de agua sucia y jabonosa que no acaba de irse.

Yo creía que este problema lo tenía resuelto. Justo hace un año, cuando estrené la cocina de IKEA, me permití llamar a unos fontaneros profesionales que, armados de una sofisticada serpiente de metal, zanjaron el conflicto y restituyeron la voracidad del sumidero. Tan contento me quedé, que derrochaba litros de agua para escuchar el gluc gluc cantarín del sifón. Ellos me prometieron que no tendría problemas en cinco años. Jah. Fontaneros son buenos fontaneros, pero como adivinos no se ganarían la vida.

Un año y resurgió la angustia de las cañerías obstruidas. No iba a perder el tiempo esta vez con remedios de andar por casa. La doméstica Llovizna recomendó vinagre. Otros abogaron por la Coca Cola. Probé el agua caliente con lejía. Nada. La ventosa empeoró la enfermedad. No intenté con productos químicos. Ellos me advirtieron que son un peligro. Que pueden cristalizar en la tubería formando un tapón definitivo. Y no resuelven. Compré una culebrilla que tampoco me sirvió: el ferretero ya me advirtió que eso era como el follar, que hacían falta dos personas. No le hice caso y así me fue. Perdí cuatro euros, un mal menor.

Esta mañana decidí acabar de una vez con el sufrimiento: a cualquier precio. Llamé de nuevo a los fontaneros expertos y esta tarde se presentaron con puntualidad a la cita. Llegaron armados con su gran serpiente de metal, la metieron hasta el fondo, seis o siete metros, tan larga como la tenían. Y ya está. Tardaron media hora y el sumidero recuperó su voracidad. Retiraron su serpiente y yo les pedí la cuenta: 90 euros.

La sensación fue agridulce. Me encontraba feliz por haber resuelto el problema. Pero pagar 90 euros por un trabajo tan simple que sólo dura media hora… Yo me había levantado a las 6.30 para cumplir mi jornada de ocho horas y seguramente no llego a los 90 euros en todo ese tiempo. Y lo peor es que para obtener este salario tuve que estudiar durante 25 años como un cabrón. Y además aguantar un estrés de cojones. Para ser fontanero no hace falta estudiar un pijo, no hay que hacer inversiones: una serpientita de metal y un motor vibrador sale por dos perras. Y en cuanto a estrés, ustedes verán si dejar que la serpientita esa te brinque entre los dedos supone alguna clase de tensión.

De modo que algo jodido me quedé con estos pensamientos. Las comparaciones son odiosas. Ellos en media hora se levantaron los 90 euros de una manera tan fácil. A lo largo del día podrán llegar a los 1000 euros con facilidad. Y yo, con mi bastardo título universitario, currando ocho horas por una cantidad ridícula (en comparación).

Menos mal que soy inteligente y siempre encuentro el modo de consolarme. El consuelo, en este caso, fue el asco. Porque ellos metieron su serpientita siete metros desagüe abajo. Alcanzaron el tubo grande por donde circula la mierda. La serpiente debió de salir, por fuerza, untada de babas marrones. Uno de los dos fontaneros me pidió jabón y se lavó al terminar. Pero el otro no. Con las mismas manitas de serpiente mierdosa se montó en el coche y tomó rumbo.

Seguro que llegó a su casa y abrazó a su esposa con manitas de mierda. Que se tumbó a ver la tele y se restregó los ojos, y la nariz y los labios con sus manitas de mierda. Y que más tarde se comió su bocadillo de salami con sus manitas de mierda, y que con el último bocado se llevó las yemas de los dedos a los labios con curiosidad: ¿A qué sabe? Se preguntó. Pero la vida es así. El que trabaja con mierda se acostumbra a ella. En realidad, para un fontanero, la mierda tiene sabor a pasta gansa.

Concretamente: 90 euros cada media hora. Hay que joderse.

09 abril 2007

No quiero ser Mr. Universo



Los humanos somos acomplejados por naturaleza. Igual que un gato se espanta de sí mismo al verse reflejado en un espejo, los hijos de Adán renegamos de nuestro físico al ver nuestra imagen: Vaya orejas de soplillo, dientes de vampiro que me tocaron joer, mierda de dedos torcidos de los pies, coño si no tengo tetas y me cabe el móvil y las llaves en la copa del sujetador, ya podían haberme puesto un poquitín más de chorizo, etc.

Nos regodeamos en nuestros defectos. Los exageramos hasta exasperar a los demás, y no aceptamos los piropos por precaución: no sea que se estén burlando.

Una de mis fantasías de adolescente introvertido era imaginar que me daban la opción de cambiar mi físico por el de otro varón conocido: no importaba cuán bello y famoso. La cosa no era fácil, al principio parecía que cualquier opción era buena, pero siempre todos tenían algún rasgo que me desagradaba. Bertín Osborne era mi presa más codiciada: era alto, de ojos azules, con voz cavernosa. En aquella época era lo más de lo más. Sin embargo, una vez tomada la decisión, me asaltaban dudas: ¿Y si tenía las uñas mordidas y las manos sudorosas? ¿Y si le olían los pies? ¿Y si tenía la lengua sucia y pastosa? ¿No es asqueroso guardar dentro de la boca de uno la lengua de una persona ajena? ¿Una lengua blanca y ácida?

El ejercicio de imaginación terminaba con el convencimiento de que no deseaba tener el físico de otro varón, ni siquiera el de Bertín Osborne. Prefería ser yo, con todo el rosario de defectos que sólo uno es capaz de atribuirse.

Será cosa del instinto de conservación. Desear el cuerpo de otro es tanto como renunciar a la propia vida, o sea, el fin de la especie. Nadie desea ser otra persona, por muy mal que estén las cosas sentimos el deseo de vivir nuestra vida y nuestro cuerpo. Acaso podemos desear tener otra nariz, otros ojos, otros dientes, o sea, partes, pero no el completo de otra persona.

De todas formas, a veces nos lo ponen a huevo. Sobre el papel todos los hombres querríamos tener el cuerpo de Mr. Universo. Jah. Pues no. Miren esa foto. Se llama Doug Burns, y, contrariamente a lo que podría pensarse, es el actual Mr. Universo. Pueden ir al baño a vomitar y luego retornen para seguir leyendo.

A la vista de este retrato de perdedor, puedo jurar por la memoria de mis antepasados que vivían en las ramas que no quiero tener el físico de Mr. Universo. Yo no le daría ese título. El que le hace justicia es el de “Mr. Viejorro”. Tiene 43 años el cabrón, y no hace falta decirlo, lo lleva escrito en el careto, todas esas arrugas que parecen zanjas abiertas por un batallón de zapadores. ¿Por qué coño exigen tan poco para ser Mr. Universo? A las mujeres no les permiten tener más de 18 años, ni las dejan tener novio, ni estar paridas. Y sin embargo para Mr. Universo se conforman con un pardillo viejorro como éste, que ni siquiera tiene las cejas depiladas. Se le ve hasta el cartón de la cabeza. Y los ojos son de zangolotino. Una mirada de perro chucho. ¿Alguna mujer tendría el valor de admitir sexo con este individuo? Yo lo imagino con una red limpiando la piscina de una familia adinerada, pero me cuesta visualizarlo en plena jodienda con una mujer buenorra (que es el oficio de todo Mr. Universo que se precie).

Pero por dios, ¡si es que hasta la chapa la tiene fatal! ¿Alguien concibe que elijan como coche del año un Picantus con un bollo en el capó y otro en la defensa? Pues este Mr. Universo está abollado por todos lados. Le han dado un buen mamporro en la frente. Un accidente ridículo. Resulta que este Doug Burns es diabético, fue al cine y le dio un ataque de hipoglucemia. Se dirigió a la cafetería, desorientado y sudorso, y el vigilante lo tomó por un borracho. Llamó a la policía y éstos lo rociaron con un aerosol de pimienta y lo golpearon. Nadie se dio cuenta de que llevaba el brazalete de alerta médica donde informaba de su diabetes (dice la nota de prensa), ni tampoco de que el desgraciado balbuceaba:

-Que soy Mr. Universo, coño, que soy Mr. Universo.

Pero claro, quién iba a pensar que un adefesio así podría ser Mr. Universo.

Yo no quiero ser Mr. Universo. Además: ¿Para qué? El título de Mr. Universo sólo sirve para que jovencitas imponentes se te metan en la cama sin siquiera darte los buenos días o preguntarte por la salud de la familia. No. Muchas gracias.