29 julio 2007

La jodienda de vivir en rebaño




Que la especie humana sea gregaria es una auténtica jodienda. Nos hubiera salido más a cuenta ser gregorios que gregarios, pero ahí está la vocal de mierda. Y es que menudo atraso lo de vivir en rebaños, familias, tribus: como quieran llamarlo. La vida social constituye una fuente inagotable de porquería que nos tenemos que comer por cojones: por cojones ajenos.

Yo siempre he defendido el individualismo. Desde adolescente iba por ahí, por las esquinas, proclamando que la base social no es la familia, sino el individuo, y me molestan mucho los discursos de los dirigentes políticos y religiosos que dan por supuesto que todos pertenecemos o tenemos una familia, y a los que no la tienen que los ondulen.

Estoy harto de sufrir por solidaridad. Porque si nos paramos a pensar, el único cometido de la familia moderna parece ser salpicarte con sus miserias hasta dejarte como un gorrino que se revuelca en las miasmas.

Vamos a analizar este caso: El Sr. Ingle no tiene hijos, pero sí varios hermanos con hijos. El Sr. Ingle procura vivir aparte, desentenderse de las intentonas de grandes banquetes familiares y otras reuniones absurdas por cansinas e inútiles. Sin embargo se puede dar a menudo que la hermana A del Sr. Ingle le llame por teléfono, y en lugar de contarle la inmensa alegría de haber estrenado un coche nuevo, lo que le dice es que fue un día de llanto y crujir de dientes. Porque el hermano B está de veraneo en su casa, y parece que el hijo de la hermana A tuvo un altercado con la hija del hermano B, y que ahí lloró todo el mundo.

Resultado: el Sr. Ingle recibe también, por contagio y solidaridad, aunque no haya estado presente, su buena dosis de sufrimiento. Y eso a pesar de sus precauciones: tener el menor contacto posible con tanto hermano como tiene, ni siquiera llamar por teléfono, porque sería el acabóse. En las familias numerosas uno no puede estar llamando a todo el mundo. Porque entonces no habría tiempo para Internet ni para ver la tele ni para rascarse las bolas.

La vida en rebaño es una lacra. Bastante carga supone afrontar la emotividad individual para encima verse obligado a arrimar el hombro a los funerales de otros. Uno, desde que nace, debe asumir el engorroso final de la vida: un cuerpo desvalido, propenso a las enfermedades, al dolor, a la soledad. Eso es la vejez, y la vivimos anticipadamente desde muchos años antes. Debería sernos suficiente esa anticipación de nuestra propia vejez, pero no: el hecho de ser hijos nos convierte en sufridores tributarios de la senectud de nuestros padres (incluso suegros, los que los tengan). Y lo que tendría que ser la etapa más tranquila y sedosa de nuestra existencia, la edad madura, entre los treinta y los cincuenta años, se convierte en el tormentoso desvalimiento de nuestros padres, que ellos nos endosan como justo pago por habernos regalado la vida: perdón, quise decir “por habernos vendido la vida”.

De modo que por más que analizo la cuestión, el remedio ideal sería que los humanos, lejos de ser gregarios, fuésemos cabrones individualistas. Deberíamos nacer sin familia, y vivir cada uno para sus problemas y con indiferencia de los ajenos. El modelo podrían ser las setas: que surgen sin previo aviso de la podredumbre de una hojarasca olvidada en un bosque hediondo. No hay padres a su lado, desde el inicio son autónomas e independientes, chupan del suelo lo que haya que chupar, y tras unos días de gloria se tuercen y arrugan con un rictus de placidez parecido al orgasmo.

Alguien podría alegar que la vida para uno mismo sería soporífera, pero en verdad en verdad les digo que quien piense así es que no se ha comprado un móvil de última generación con doscientas o trescientas pantallas de menús y otras tantas opciones configurables. Yo acabo de adquirir uno y me pasé dos días de feliz entretenimiento con el artilugio. Fui completamente feliz hasta que me llamó mi hermana y me contó que estaba jodida, a pesar de estrenar coche nuevo, porque su hijo le armó la bronca a la hija de mi hermano porque no le quería regalar una consola de juegos vieja que él no usa, y que al final terminaron todos llorando.

Qué mierda.

23 julio 2007

Conociendo a Carita de Caballo




No voy a ser tan grosero como el Sr. Mantel. Todavía me queda un atisbo de romanticismo y no he llegado a la fase de las apisonadoras que asfaltan las calles de putas. Sin embargo hoy tocaba hablar de las citas.


Recientemente invité a una señorita a cenar a un restaurante caro. Elegí el más caro porque quería impresionarla. Allí coincidimos con el grupo Maná, que estaba de gira. Cuando pasé a recogerla por su casa me bajé del coche para abrirle la puerta. Mientras nos saludábamos, un enorme perro negro se metió directo al asiento de atrás. Me reí con ganas, Toby, Toby, sal de ahí, que me llenas la tapicería de pelos. Pero la señorita se puso seria y dijo que “él” se venía con nosotros. Yo pensaba que en los restaurantes no admitían animales, pero esa noche, y en ese concreto restaurante caro, admitieron al asqueroso perro de mi amiga y a los cerdos del grupo Maná (que están viejorros y cerdotes).

Esta cita estuvo mal. No tengo suerte con las citas, he de confesarlo. El Soltero de Oro, en cambio, se las gasta de otra manera. Hace unos años fuimos de almuerzo a un comedero rústico del Valle de La Orotava. A mí el sitio me hedía a fruta podrida y a comida rancia. Pero allí nos sentamos, rodeados de plátanos que, al parecer, se podían comer en el postre. La camarera, una muchacha joven de rostro arrebolado, nos dejó la carta. El menú era exiguo: bistec de cerdo, conejo, puchero… Cuando vino para tomarnos la comanda, el Soltero de Oro le preguntó:

-¿El conejo cómo lo tiene?

-Picante y sabroso, respondió ella con una sonrisa que nos resquebrajó a todos el alma.

Por supuesto nos pasamos toda la comida con el cachondeo. Cada vez que venía la camarera, risitas y codazos al Soltero de Oro. Pero las burlas se acabaron cuando, a la hora del café, la muchacha le metió la manita en el bolsillo de la camisa y le dejó allí una tarjeta con su número. El Soltero de Oro reaccionó poniéndose colorado. Pero el cabrón no quiso venirse con nosotros y se quedó en el restaurante. Según nos contó el lunes, el conejo estaba de lo más sabroso, y se pegó un atracón. A eso se le llama gira triunfal.

Yo intenté que me pasara lo mismo en otra ocasión en que fuimos a San Juan de La Rambla, al restaurante de los arroces caldosos. Nos atendió una camarera quinceañera de las que a mí me gustan, con el culito redondo y bien lleno (cintura y caderas, ya saben). No sé por qué me tocó a mí probar el vino, porque soy el que menos entiende de vinos del grupo (de hecho, no bebo vino, sino cerveza). La camarera esperaba ansiosa mi respuesta. Tuve un instante de inspiración y, copa de vino en la mano, con toda concentración y naturalidad le dije, mirada clavada en sus ojos:

-Tiene un cuerpo excelente.

Mis amigos carraspearon. Pero a la muchacha parece que le hizo ilusión el adjetivo, ya que en adelante me sirvió a mí siempre el primero. A todas estas yo nervioso, envalentonado, pero nervioso. Esperé en vano que me dejara una tarjeta con su número. Me quedé de todas formas en el restaurante, tomando largos licores, mientras mis amigos ya se habían ido. Era ya la hora de cerrar, y la camarera no me hacía mucho caso. Bueno, para qué voy a alargar más el asunto. La verdad es que sí obtuve algo de ella: me ofreció un par de raciones de una paella buenísima que les había sobrado, y yo me la llevé para casa (la paella), y tuve una cena muy sabrosa (de paella, pero paella sin conejo).

Meses después, El Soltero de Oro quiso compensarme por mi infortunio. Un día me dijo: ¿Por qué no sales con mi amiga Carita de Caballo? ¿Y quién es esa?, le pregunté yo. Nada, una chica muy simpática, está soltera, es muy inteligente y le gusta el humor negro, como a ti. ¿Y si es tan simpática por qué no sales tú con ella? Me quejé. Pero El Soltero de Oro tenía coartada:

“Es que es muy alta. Para ti está bien, pero a mí me saca un palmo”.

De modo que acepté. Le dije que me dejara su correo electrónico y ahí nos estuvimos una semana mensajito va mensajito viene. La verdad es que Carita de Caballo era la mar de simpática, tenía mucha chispa, y mucha inteligencia. Tan divertido me tenía, que me despreocupé por completo de que fuera guapa o fea. El Soltero de Oro me la había descrito como “simpática”… quiero decir: no dijo en absoluto que estuviera buena ni nada parecido.

Un día me dejó su teléfono y la llamé. Su voz era femenina y coqueta. Me gustó mucho su voz, y como ella tenía prisa, quedamos para tomar una copa. Nuestro encuentro fue en un parking subterráneo, porque llovía. Nada romántico. Me pareció en directo que no tenía la voz tan bonita, y guapa no era. Por fin comprendí por qué la llamaban Carita de Caballo. Era, en efecto, muy alta y delgada, y la cara tenía justo la forma de una cara de caballo. De todas formas hablamos y hablamos. Y como todavía me divertía quedamos para cenar otro día.

La cita fue un desastre. Ella llevó su coche, me recogió a mí en casa, lo que no es muy caballeroso, pero yo creo en la igualdad. Me condujo a un restaurante que yo sabía que olía a comida rancia, pero por suerte estaba cerrado. Nos perdimos y por fin llegamos a otro de mis locales favoritos: porque tienen unas camareras jovencitas muy lindas y con culos espléndidos, que yo no paré de ensalzar. La comparación con Carita de Caballo era grotesca. El rasgo más horrible de la amiga de El Soltero de Oro eran sus hombros estrechos, muy estrechos. Daba grima lo juntos que los tenía. Hombros estrechos, nada de tetas, carita de caballo. Simpática pero ¡No!

Me trajo de vuelta a casa. Aparcó delante. Miró la fachada y preguntó que si la bunganvilla estaba por detrás (la buganvilla que yo había citado en uno de mis e-mails cachondos). Lo lógico era invitarla a pasar, para que viera “la buganvilla en todo su esplendor”. Pero yo sabía que si la invitaba a pasar, ese gesto me obligaba a follar, y ya he dicho en más de una ocasión que follar por obligación no es bueno. Y es que no podía dejar de pensar en sus hombros estrechos. Y en el olor asqueroso que desprendía el salpicadero de su coche. Es como si padeciera alergia y estornudara muy a menudo sobre el salpicadero (que para eso es salpicadero). Aquello olía como a saliva seca, a mocos rancios o algo así. Asqueroso, se los digo. De modo que a su pregunta le respondí: “Sí, la buganvilla está por detrás. Bueno, pues… ya nos vemos”.

Y le di un beso en la mejilla con bastante despego, salí del coche y me metí en la casa.

Jamás he permitido que El Soltero de Oro me intente colar ninguna otra de sus amigas.




15 julio 2007

Yo no nado nada



He de confesar que tengo el cuerpo destrozado. Aunque es domingo y una vieja normativa aconseja la holganza, me maté a trabajar con mi herramienta favorita. La cuestión es que si uno dispone de esta larga y poderosa herramienta, algún uso habrá que hacer de ella. Me refiero a mi martillo electro-neumático. A quien no lo haya usado, se lo recomiendo. Es muy viril.

Bajo los efectos de este cansancio, de nada trascendente podría escribir. Así que voy a disertar sobre las piscinas municipales, un tema muy fresquito y de plena actualidad: jah.

Hace tiempo que no nado nada. Fue hace cuatro años, durante mi estancia en La Palma, isla remota habitada por media docena de plátanos y un perenquén dentro de un buzón. Pocas ganas tenía, pero una mañana me encaminé a una solitaria playa de arena negra, a la que arribé sin tropezarme con ningún coche en la carretera: eso sí que es el paraíso. Cumplí con el ritual de asarme de calor y helarme en el agua, y enseguida me entró prisa por largarme. En la playa había apenas tres o cuatro grupitos. Y no ocurrió nada destacable, excepto lo de siempre: que uno va a esas playas de La Palma e invariablemente se planta delante de ti un alemán con sandalias y calcetines que te enseña el culo al ponerse el bañador.

La playa me gusta poco, pero menos las piscinas. Especialmente las piscinas públicas. Sin embargo es uno de los servicios más demandados por la población. Parece que todo el mundo padece de lumbalgias, y los médicos el remedio infalible que encuentran es que naden, que naden. Mi opinión es que se equivocan gravemente. No necesitamos nadar en absoluto, eso es de peces y nosotros no tenemos escamas sino piel suave y peluda. Somos más monos que peces y ahí está el error. Venimos de monos de cuatro patas y si nos duele la espalda es por forzar la posición. Las lumbalgias nos sobrevienen por pasarnos el día erectos y sentados. Los tendones lumbares pierden flexibilidad, y para que recuperen su elasticidad el único ejercicio que debemos hacer es tocarnos las putas de los pies con las manos, sin flexionar las rodillas. Es decir, volver a la postura de monos cuadrúpedos.

Necesitamos estiramientos. Lo de nadar es un invento de los médicos, que de forma imprudente van por ahí prescribiendo largas sesiones de natación, sin tener en cuenta que los ayuntamientos no están en condiciones de ofrecer este caro servicio. Pues rico es el Rey, para dar piscina a 100.000 ciudadanos. Un ayuntamiento mediano puede tener una, dos, tres piscinas. Pero las colas y las listas de espera son inmensas. Y los que obtienen cupo se encuentran metidos en un charco cual sardinas en lata: ahí ni se puede nadar ni cosa que se le parezca.

Nadar en una piscina pública se me antoja una afición cochina y asquerosa. Hay muchos que van de aprovechados, y se entretienen mirando las carnes ajenas sin pudicia y con lujuria. Una vergüenza. Un pecado inadmisible. Pero lo peor es la higiene. Es cierto que los usuarios son obligados a pasar por una piadosa ducha antes de meterse en el agua, pero vamos, por mucha ducha… es no hay que pensar mucho… esos culos agitándose, el agua que busca camino: muy mal se tienen que dar las cosas para que por ósmosis inversa no acaben en el agua una buena porción de bacterias fecales procedentes de los culos natatorios: las mismas que, invariablemente, se meterán por la boca de los que, grácilmente, practiquen el saludable deporte de la natación.

Para evitar esta mierda, y el problema de la masificación, he estado pensando en un invento. Todo el mundo conoce la bicicleta estática, artilugio gracias al cual ya no hace falta vestirse de licra y jugarse la vida en la carretera, pedaleando como locos, para bajar unos kilitos o poner duros los muslos. En el mismo dormitorio o en la terraza, y ataviado con un vulgar pijama, usted puede pedalear cuanto le dé la gana sin que le atropellen.

Si esto es así, lo que tienen que hacer los ingenieros inventores es inventar una piscina estática. Es decir, un aparato individual, que se pueda instalar en casa y que permita la práctica de la natación en seco. No sé, podría ser un armazón de acero, con poleas, elásticos y sujeciones. El deportista quedaría colgado en posición horizontal, y movería brazos y piernas, venciendo las resistencias de los elásticos, imitando la natación. A muchos les parecerá una idea disparatada, pero a mí lo que me parece disparatado es ir a una piscina pública a tragarse la mierda de media población del municipio.

Yo no nado nada, pero si nadara, preferiría nadar en seco.

08 julio 2007

Abrazos con pijama de Snoopy


Si todos los habitantes del planeta fueran como yo, a estas alturas los fabricantes de pijamas estarían arruinados. Hace 25 años que duermo completamente desnudo y me importa un pepino que llueva o nieve. Soy acalorado, y me molestan los elásticos y las costuras. Cuando estoy en la cama me gusta resbalar, escurrirme y deslizarme, y las prendas de dormir, por muy suaves y ligeras que sean, no hacen más que frenar mi carrera.

Claro que se podrá pensar que esto es una desvergüenza, un hombre completamente desnudo, incluso bajo las mantas, no deja de ser una provocación. Mi madre me atosiga para que acabe con esta costumbre. Según ella, hay que estar preparado para una emergencia, y si se genera un incendio, un terremoto, o un asalto de las tribus bárbaras a mitad de la noche y hay que echarse a la cama de un salto, resultaría bochornoso presentarse en bolas ante el cuerpo de bomberos o ante los aguerridos asaltantes. Yo le replico que esto no es un problema, ya que siempre se puede tirar de la sábana y enrollársela a modo de túnica romana.

También dice mi madre que hay que tener un par de pijamas de repuesto por si uno cae enfermo y tiene que venir el médico. Esto ya me parece una tontería, porque tal y como está la sanidad, es poco probable que un galeno se presente a las puertas de tu morada bisturí en mano (como ocurría en La Casa de la Pradera). La realidad es que, desmayados o desangrándonos, tenemos que acudir por nuestra cuenta al hospital, y que se joda el taxista con el vómito o la sangre. En el hospital no hace falta pijama, ya que lo primero que hacen es rasgarte tus pantalones con afiladas tijeras y ponerte una bata con la que es seguro que más de una docena de personas te verán el culo.

Repito, no sé cómo se manejan los demás, pero yo soy de dormir completamente desnudo. Reconozco que guardo en la cómoda un pijama de raso azul marino con dibujitos de Snoopy. Pero no sé muy bien con qué propósito. Ni si quiera he tenido la curiosidad de ponérmelo una noche para ver qué se siente. Bueno, me sirvió una vez para ligar. Le regalé un libro a una amiga y me dijo que le pusiera una dedicatoria. Yo le escribí: “Abrazos con pijama de Snoopy”. Ella se sintió intrigada, como es lógico, y me preguntó qué demonios significaba eso. Le expliqué que si le daba abrazos con pijama es porque íbamos a acostarnos juntos.

De todas formas he estado pensando que después de todo no es mala idea que una mujer esté siempre con el pijama puesto, en casa. El pijama es como una piel de repuesto, que raciona las oportunidades de ser acariciada por el sujeto varón. Si la mujer se te mete todos los días en la cama desnuda, la experiencia piel suave termina por diluirse en la rutina. En cambio, con el pijama, el objetivo desnudar-acariciar sigue resultando una aventura con incentivos y premio. Además, dormir abrazado a una mujer con pijama de franela puede ser equivalente a rascarse la piel con una lija de agua, lo que resulta conveniente para eliminar los pellejos muertos.

Esta mañana le pregunté a un amigo si su mujer dormía con pijama y me dijo que sí y que le resultaba muy agradable acariciarla “por fuera”. Me dijo que ella duerme hecha un ovillo y que él se abraza a la pelotita de confortable algodón. Su mujer es enfermera, y trabaja a turnos. A veces los fines de semana ella se levanta temprano y él continúa en la cama. Y ahí les pasa algo que me parece muy romántico: como a él no le gusta despertarse solo, ella se quita el pijama calentito y lo rellena con algodones y se lo coloca a él de nuevo entre sus brazos. El muy bendito no se da ni cuenta del cambio. Sigue durmiendo con su sonrisa beatífica. Mi amigo me ha confesado que alguna vez le ocurrió despertar con deseo, y que hizo el amor con el pijama relleno de algodón. Mi amigo me confesó que a veces siente más placer con el pijama relleno de algodón que con el pijama relleno de la carne tibia de su mujer. Sin embargo esto no se lo ha confesado a ella, porque la adora y sabe que no estaría bien decírselo. Es una cochinada…