-¿No adivina usted por qué he venido?- Esa fue la frase estúpida que tanto disgustó al doctor.
-Pues la verdad es que no. Pero usted dirá… Estamos para eso: para escucharle.
Entonces al desdichado Pantriel se le rayaron los ojos y comenzó a relatar su emotiva historia:
-¡Es que no tengo suerte con el amor! ¡Es que me he enamorado casi una docena de veces!
-¿Y cuál es el problema entonces? Replicó el doctor con impaciencia.
-¡Pues eso! Que… que… que… ¡Que aquí estoy!
Y ahí se bloqueó. No pudo expresarse. Parecía realmente abrumado. Se levantó y se fue contra la pared. Allí se quedó con el rostro congestionado hasta que el doctor lo invitó a tumbarse en el diván, y al rato pudo proseguir:
El drama era que ninguna chica le había correspondido en realidad. Ragebundo se quejaba de su propia ingenuidad y de su esperanza. Era muy tímido. La primera vez que se enamoró de una compañera de colegio ni siquiera se atrevió a decirle nada. Vivió el episodio con desesperación y lo asumió como una enfermedad, pero lo dejó pasar porque tanta emoción lo superaba. La segunda vez todo fue más normal. En una verbena del pueblo invitó a bailar a una chica que le gustaba. Y ella aceptó. Eso le sorprendió gratamente; pero el disgusto vino de nuevo cuando le propuso pasear otro día y ella no quiso. A pesar de ello, el bueno de Pantriel consideró el suceso un avance: “vamos entrenando”, se dijo ilusionado.
El siguiente amor significó otro avance. La chica aceptó salir con él. Fueron hasta tres citas las que tuvieron, y Ragebundo comenzaba a sentirse entusiasmado. Estaban en el cine y consideró que le correspondía besar a la muchacha. Pero ésta le atravesó el codo y le hizo una mueca que contrarió mucho a Pantriel: eso no era una señal de amor. Eso dolía mucho.
Pero Ragebundo era joven y, a pesar de su carácter melancólico, nadaba en vitalidad. Los tropezones le turbaban, pero emprendía la lucha con afán renovado. No había nada malo, pensaba para consolarse. Se trataba de la “educación sentimental”, como en la novela de Flaubert que tanto le entusiasmara. Y los hechos le iban a dar la razón, porque la siguiente chica de la que se enamoró sí le dejó que la besara. Eran unos besos un poco ñoños, pero para el principiante Pantriel tenían gran valor. Alimentaban su fe, aunque no bastaban para calmar las pasiones que ya comenzaban a despertársele en la parte recóndita de las vísceras. Una tarde, sentados en el banco de un parque, Ragebundo se atrevió a acariciarle el muslo de Ana Candelaria y le subió con nerviosismo el pliegue de la falda. Ya comenzaba a soñar con mullidas caricias cuando la joven, en una reacción casi automática, le propinó una bofetada.
Se ofendió mucho Ragebundo Pantriel, y se colmó de rabia y vergüenza por lo sucedido. No quiso saber más de aquella mojigata, que a pesar de todo pretendía continuar el noviazgo. Empezó a entender por qué sus amigos hablaban con frecuencia de lo raras que eran las chicas en general.
Pasados unos meses volvió a enamorarse, y se olvidó de todo lo que había sufrido y de los sinsabores porque esta vez parecía que el destino le abría los senderos y el amor se le ofrecía en bandeja. Se llamaba IC, era una joven con piel achocolatada y una nariz preciosa que aceptó bailar con él, salir con él, pasear de la mano con él. Y le permitió primero un beso tímido, y al poco muchos besos más atrevidos. Y la mano nerviosa de Ragebundo Pantriel pudo reptar pierna arriba, subir la falda, palpar el cojín mullido donde se escondía el secreto. Y tras varios intentos desastrosos y dolorosos, logró hacerle el amor de manera aceptable y ya se sentía brincando entre las nubles en un glorioso globo inflado dentro del cual estaba su gran amor que le estallaba dentro del pecho.
Cuando habían hecho el amor siete veces, Ragebundo consideró que era preciso dar un paso más. Se limitó a repetir los guiones de las películas hollywoodienses. Aquirió un anillo en una joyería y en una cena sorprendió a la muchacha y le pidió que se casara con él, ¡que la amaba! A la señorita IC le cambió el semblante: que cómo la podía querer si no la conocía lo bastante, que si era joven y el matrimonio… que vamos, que ni se le había pasado por la cabeza.
¡Jah! Ni se le había pasado por la cabeza. Al cabo de un año, IC se casó con un concejal del PP y al cabo de otro tuvieron un bebé apolítico. Por supuesto Ragebundo no volvió a verla desde aquella noche, que fue como la cima de la montaña y todo lo que vino a continuación fue un descenso a los infiernos. Perdió la fe en el amor el desdichado Pantriel. No entendía cómo en medio de la ilusión se pudo ir todo al traste, con el entusiasmo que había mostrado IC. Pero no sólo perdió la fe en el amor, también dejó de creer en los extraterrestres y en cualquier otra cosa que se relacionara con ellos: por ejemplo, la felicidad.
Fueron unos años muy duros. El episodio le pesaba como una losa de muerto, y la vida se le tornó a Ragebundo infumable. En medio de la desesperación y la desesperanza, intentó retomar sus procesos de enamoramiento, y a veces lo consiguió. Sin embargo, esas relaciones no llegaron muy lejos. Las muchachas terminaban ahuyentándose. Es probable que Pantriel no lograse disimular su rabia contenida y su trauma no superado.
La suerte de estos nuevos amoríos se tornaba decreciente. Al principio eran citas. Luego meras conversaciones y coqueteos que paraban ahí. Nada de sexo, nada de besos. Sin que Ragebundo se diera cuenta, llegó un momento en que las mujeres no le hacían el menor caso. No lo entendía, con el paso de los años él seguía deseando el amor, pero aquello ere curioso y bastante raro, pero es que ya hasta sonaba el portazo antes de que se aproximara siquiera al umbral.
Lo de Teresa Carrascosa fue la gota que colmó el vaso. Se la encontraba muchos días a la salida del instituto. Se enamoró perdidamente de ella. ¡Era tan bonita y tan sonriente! Le componía versos secretamente y no pasaba una noche sin que soñara con ella. Un día se decidió. Compró un ramo de rosas rojas y la esperó a la salida de clase. La abordó y pretendió hablarle, hacerle entrega de su presente. Pero a ella no le agradó el perfume de las rosas. Lo miró como si hubiera visto a la peste. Le tiró las flores al suelo, le dijo que se apartara, que estaba diciendo disparates. Balbuceó acongojado Pantriel, no daba crédito, aquello… aquello ¡era demasiado! Pero lo peor estaba por venir. Teresa Carrascosa marcó un número en su teléfono móvil y al cabo estaba allí la policía que apresó a Pantriel y se lo llevó a la Comisaría. El ramo de rosas lo requisaron como prueba. Lloraba Pantriel el desaire, el desamor, y la rabia de que la chica no sólo lo rechazara sino que además lo denunciara a la Policía. El juicio fue rápido y le impusieron una orden de alejamiento que obligó a Ragebundo a mudarse de casa, porque vivía cerca del colegio de Teresa Carrascosa.
-Y esto es lo que me pasa Doctor. Como puede ver, estoy al borde del colapso. A veces pienso que la cabeza va a estallarme. No lo soporto. Y es que no lo entiendo. ¡No entiendo por qué se me niega el amor! ¿Por qué me he enamorado tantas veces en balde? ¿Por qué le detiene a uno la policía por enamorarse? ¡Si yo no iba a hacerle daño? ¿Qué es lo que me ocurre, doctor? ¿Me va a recetar algo?
El Doctor Quinteiros se retrepó en su asiento y resopló como diciendo para su interior “hay que joderse”.
-Pues sí, le voy a recetar unas pildoritas. Tómese dos por la noche.
-¿Para qué son?
-¡Para dormir! Los viejos como usted es lo que deben hacer: dormir y dormir. No hay otra cosa.
-Pero… ¿Y qué es lo que me pasa? ¿Qué enfermedad tengo?
-Vamos a ver, señor Pantriel: ¿Dónde vive usted?
-En el Hogar de los Desamparados del Santísimo Cristo Redentor.
-MMM. Vale. ¿Y qué edad tiene?
-La misma que el Rey, doctor. Acabo de cumplir 70 años.
-Pues verá, señor Pantriel: ¿Se acuerda de aquel pasaje del Eclesiastés? Hay un tiempo para todo, y un momento para hacerlo bajo el cielo. Un tiempo para amar… y un tiempo para morir. Señor Pantriel, por el amor de dios, usted ya no tiene edad para amar. Usted tiene la edad para morir. Así que tómese las pastillas y duérmase. Pero no sueñe con muchachas, hombre, que la próxima vez lo van a meter en la cárcel.