He de reconocer que guardo cierto rencor por la Navidad, entendiendo la Navidad como lo que es en estricto sentido: la conmemoración de la Natividad del Señor, también llamado Redentor o Salvador del Mundo y así una infinidad de títulos de nobleza la mar de llamativos. Yo no reconozco a ningún redentor. Por tanto, no tengo nada que celebrar.
No me molesta que otras personas crean, reconozcan y celebren y se alboroten (incluso que se agasajen con bolsos de Prada). Hasta les perdono que tengan ilusión y sean felices estos días. Lo que no tolero es que las Administraciones Públicas, se pasen por el forro de los cojones el principio constitucional de la aconfesionalidad. Ya está bien de armar belenes en los organismos públicos y de que los escolares sean obligados a venerar estos cuadros plásticos. No está bien que sistemáticamente se patrocine y se publicite a la Iglesia Católica cuando la Constitución obliga a que lo público, es decir, lo de todos, sea neutral, para que de este modo podamos respetar tanto a los que creen en el Redentor, o en el Buda o en el Mahoma, como a los que sinceramente, y de todo corazón, están convencidos de que toda esa parafernalia es para joder la marrana.
Aparte esa rebeldía trascendente, y esa reivindicación de principios, entiendo que las ganas de festejar la Navidad o la fiesta de turno depende del imponderable de LAS ILUSIONES. De pequeño yo sentía una ilusión tremebunda por las Navidades y otros jolgorios afines, como Los Carnavales.
Los Carnavales daban ilusión porque se comían unas viandas muy apetecibles, como el pan dulce de leche o las sopitas de miel, repostería típica de La Palma, isla de la que soy natural. A uno de pequeño se le conquista por el estómago. De niño uno está siempre hambriento y goloso. Y aparte de la ilusión gastronómica, el carnaval consistía en ponerse un gorro de papel bicolor y echarse polvos los unos a los otros (esto es también una tradición palmera). Parece poca cosa, pero les aseguro que yo reventaba de felicidad. Algunos idiotas entendían mal el principio, y se echaban los polvos a sí mismos, lo que resultaba ridículo.
La ilusión de la Navidad también era gastronómica. A mi padre, que trabajaba en la finca de plátanos de los notarios, le daban una cesta de viandas y bebidas y esa era la ocasión. Era un vivir sin dormir, pensando en el postre. Lo que no entiendo es por qué la empresa ponía a sus trabajadores media docena de bebidas alcohólicas fuertes: coñac, whisky, ginebra, ron, etc. A los niños nos dejaban probar de todas, no había restricción. Hoy en día por un comportamiento así le quitan a un padre la patria potestad, pero a nosotros nos dejaban consumir licores con total libertad. Incluso nos obligaban. Por ejemplo, si comías tortitas calientes mamá no nos permitía beber agua, decía que te pasmabas. Lo que nos dejaba era beber vino, y claro, uno estaba tan sediento que todo se volvía en ir y venir al garrafón: estamos hablando de niños de siete, ocho años. Otra ilusión de la Navidad era que en la misa actuaba esos días una rondalla, que tocaba primorosamente esos villancicos que encogían el corazón. Y el otro incentivo eran los regalos, aunque los regalos fueran tan simples como un par de bolígrafos Inoxcrome o una pelota de goma que se pinchaba a la menor que canta.
¿Pero qué me queda ahora de esas ilusiones? Pues la nada más oscura. Las viandas de Navidad las veo en el supermercado y me dan arcadas. ¿Los villancicos? Bah. Ahora prefiero escuchar a Mónica Naranjo. ¿Y los regalos? Miren: es inútil que nadie me regale. Hace unos años, por ejemplo, mi hermana se esforzó y me compró un juego de afeites de Loewe, colonias, desodorantes y eso. Estaba de moda esa marca, ya que era la que usaba Mario Conde, el yupi del momento. Total: que a mí me pareció una colonia jedionda y nunca la usé. Acabé por donarla a Cáritas, con pregunta: ¿ustedes saben si los pobres usan colonia Loewe? Afortunadamente puedo comprarme cualquier objeto material que desee (entre otras cosas, porque no deseo cosas muy muy muy caras, escandalosamente caras), y por tanto los regalos materiales no tienen sentido. Y los regalos inmateriales no existen. Eso son bobadas.
En resumen: la Navidad, aún como festejo aconfesional, no tiene sentido para mí porque carezco de ilusiones. ¿Comer junta la familia? La única familia natural que reconozco es la de los padres con sus hijos pequeños (que yo no poseo). Lo demás es juntar cuñados con suegros, tíos con sobrinos terroristas y otras perversiones, que lo que provoca es la guerra de langostinos que apuntan con sus cabezas, maravillosamente descrita por Mantel en sus diaporamas.
Que ustedes coman, canten y sean regalados al buen gusto. Siempre y en todo tiempo.
Por si no entienden el título, les aclaro que esa señora de la foto se llama Patricia Navidad, y que por lo visto es famosa, aunque yo nunca jamás hasta esta noche la había visto, a dios gracias.
Aviso: la semana que entra me esperan otros días de ausencia. Junto al mar, pero sin catarlo.