Lo único bueno es que el Ejército me dio la oportunidad de sacar el permiso de conducir para camiones, y lo aprobé. Cuando me licenciaron y me enfrenté de nuevo al mercado de trabajo, la cosa estaba tan mal que, como llevaba varios meses muerto de asco (y de hambre) presenté el currículum a una empresa transportista (ocultando que era abogado) y me dieron el empleo.
A fuerza del trato con mis compañeros, se me empezaron a pegar los usos y costumbres del gremio: los eructos con sabor a ajo, los escupitajos verdes en el suelo de los bares, subí algunos kilos y le cogí aprecio al aroma de la axila. También me volví perezoso para la ducha y, en fin, estuve en peligro de acabar en el matadero: por cerdo. Y eso en apenas dos meses, que fue lo que me duró el empleo.
De mi etapa de camionero tengo una anécdota, que no me canso de contar y que he publicado escrita (para mi escarnio) en más de una revista de escaso pedigrí. La historia es ésta:
Después de tomar el desayuno en la cafetería de costumbre, cogí de nuevo el camión y enfilé la carretera. A los dos kilómetros empecé a escuchar los ruidos, como si algo se moviera en el interior de la cabina. “Algún panel suelto”, pensé.
No volví a prestar atención al asunto hasta que pasados unos cuantos enlaces se produjo un trajín más fuerte a mis espaldas. Era peligroso descorrer la cortina, porque hubiera perdido la visión de la carretera, pero lejos de imaginarme algo malo me puse a recordar aquella película que habían puesto hacía poco en la tele. Un camionero paraba en un bar y, al reemprender el camino, se encontraba con la grata sorpresa de que la joven camarera –que no debía de tener más de dieciséis años y estaba buenísima– se había fugado escondiéndose en la cabina. Como era de suponer, una fogosa aventura de amor y sexo surgía entre el protagonista y la chica.
Con esta historia en la mente, la fantasía se fue apoderando de los siguientes tramos de la carretera. Los ruiditos de la cabina se convirtieron en los voluptuosos estiramientos del cuerpo de una dulce muñequita, que seguramente me sería entregado como premio cuando hiciera la próxima parada, para descansar en un motel.
Cuando ya habían transcurrido varias horas, en las que mi supuesta amante se fue transfigurando sucesivamente de rubia a morena, de morena a pelirroja, y de pelirroja a mulata, empecé a dudar de mi suerte. “Esas cosas sólo pasan en las películas”, pensé. A pesar de todo, mi excitación había crecido tanto que me juré que no me importaría la apariencia de quien se hubiera encerrado dentro de la cabina: aunque fuera una señora madura y gorda, tendría que pagar en carne el precio del transporte.
En los últimos kilómetros antes de la parada me preparé para recibir el premio. Los ruidos eran cada vez más insistentes. “La pobre debe de tener ganas de ir al baño”, pensé. Pero la explanada del parking estaba allí. Estacioné el camión con impaciencia y, ya con el motor apagado, descorrí la cortinilla de la cabina. Un perrito callejero me miró asustado y con ojos lastimosos. Habían sido mis compañeros, seguro, bromas como ésta solían gastarlas a menudo.
El caso es que el mal ya estaba hecho. Aquello no podía terminar así, llevaba ocho horas al volante torturándome con las más calenturientas fantasías, de modo que le devolví al animal la mirada lastimosa y le dije: “Lo siento, perrito, hoy no es tu día...” Luego fui a la recepción del motel y pedí una habitación con cama de matrimonio.
PS: Como satisfacción de la demanda de Rita Peich en el post anterior, y como prueba irrebatible contra Valeria de que el color butano sí es una buena idea para los gallumbos, aquí les presento esta foto que podría titularse “Alcampo también da vida a tu entrepierna”. La microfibra es perfecta. Quien la haya probado no querrá volver al algodón…